La desconocida vida de Anthony Hopkins, el actor que solo aprendió a ser feliz al cumplir los 75
Cuando el pasado diciembre Anthony Hopkins (Port Talbot, Gales, 1937) celebró en un vídeo de Twitter sus 45 años sin beber alcohol, la revelación sorprendió a sus seguidores. Su imagen pública es la de un actor de máximo prestigio en el teatro y el cine, gentil caballero británico y, desde hace un par de años, abuelo favorito de internet.
Lo cierto es que Hopkins, que a sus 83 años ha batido el récord de edad en la categoría de mejor actor de los Oscar con su nominación por "El padre", ha contado en varias ocasiones su lucha con el alcoholismo, la depresión y los ataques de ira. Y los remordimientos por abandonar a una hija recién nacida. Y su odio hacia Shakespeare y todo lo británico. Damas y caballeros, con ustedes: el otro Anthony Hopkins.
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En 1968 abandonó a su primera esposa, con la que tenía un bebé de cuatro meses, porque se dio cuenta de que era “demasiado egoísta” para crear una familia. A un periodista de The Guardian, hace tres años, le explicó que viene “de una generación en la que los hombres eran hombres. Y la parte negativa de ello es que no se nos da bien recibir amor o darlo. No lo entendemos”. A pesar de un intento de acercamiento en los noventa,
Hopkins nunca ha tenido relación con su hija y hoy no sabe siquiera si tiene nietos.
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A Hopkins le bastaron 17 minutos en "El silencio de los corderos" para pasar a la historia del cine. Aquel triunfo le trajo un Oscar, un título de Sir y la percepción colectiva de ser lo que el gran público llama “un actorazo”. Pero su mayor triunfo fue personal. “Quería curar mi herida interna, quería venganza. Quería bailar sobre las tumbas de todos los que me hicieron infeliz. Quería ser rico y famoso. Y lo he conseguido”, presumía entonces en Vanity Fair.
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El público asumió que Hopkins era un señor sensible y retraído como los personajes que interpretaba, pero él corregía esa percepción: “
Puedo ser un tirano. Sin escrúpulos. Yo quiero lo que quiero. Soy muy, muy egoísta. Algo me atormenta, no sé lo que es, pero me provoca mucha inquietud”, confesaba en 1996. “Fui a ver a un psicólogo y acabé llorando en la primera sesión. Sentí tanta vergüenza. A mí me enseñaron que los hombres no lloran”. No volvió a la terapia.
En 1993 Hopkins tuvo una aventura con una exnovia de Sylvester Stallone a la que conoció en Alcohólicos Anónimos y su esposa se mudó a Londres. “Jenni no lo entiende. A mí me encanta estar en Los Ángeles. ¡Es la tierra de Mickey Mouse! Hay tanto dinero. Más del que podría soñar. A ella le parece una ciudad de juguete, con un entusiasmo y efusividad sobreactuados. A mí eso es lo que me maravilla”, explicaba el actor. Su nuevo estatus como estrella, al menos, le permitía conseguir lo que quería sin tener que gritar ni encararse con nadie. “Ahora basta con pedírselo amablemente al productor”, indicaba.
Durante las entrevistas promocionales de El desafío, un thriller co-protagonizado por Alec Baldwin y un oso, si le preguntaban por el arco de su personaje Hopkins respondía: “No tengo ni p**a idea de lo que estás hablando”.
Cuando le preguntaban qué le había atraído de un proyecto, solía responder: “El dinero”. Era como si quisiera desmontar la imagen que el público se había creado de él. El Caballero británico con buenos modales de repente se enfrentaba con sus compatriotas (“Si tanto aman ese lugar sucio, lluvioso y lleno de mierda de perro en las aceras, que se lo queden. Son una panda de débiles, quejicas, aburridos, envidiosos que solo son felices si son desgraciados. Están obsesionados con que no se me suba el éxito a la cabeza y rabiosos porque yo he conseguido escapar de allí. Que les jodan”).
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Según se acercaba su 70 cumpleaños empezó a soñar cada noche con Gales y decidió visitar su tierra más a menudo. En aquella época también dirigió una película, Slipstream, que satirizaba Hollywood. Hopkins confesaba que, una vez había llegado a la cima, solo había descubierto que “no había nada allí arriba”. “Por Dios, yo debería estar en Port Talbot. O muerto o trabajando en la panadería de mi padre”, reflexionaba.
El mayor alivio en su madurez ha sido un diagnóstico de Asperger leve, una condición en el espectro funcional del autismo que afecta a las interacciones sociales. Este descubrimiento, explica, le ayudó a entenderse mejor a sí mismo y a explicar por qué se había pasado toda la vida queriendo estar solo.
El actor asegura que nunca ha sido tan feliz como después de cumplir los 75. Tanto, que hasta se ha echado un amigo y encima es actor: Ian McKellen, con quien trabajó en la película de la BBC The Dresser en 2015. La experiencia le animó a volver a Shakespeare, también con la BBC, en El rey Lear. Y durante el rodaje por fin comprendió por qué a tanta gente le gusta Shakespeare.
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“También pienso mucho en un día que pasé con mi padre en la playa”, confesó a Interview. “Yo estaba llorando porque se me había caído a la arena un caramelo que me había comprado. Pienso en ese niño miedoso, que estaba destinado a crecer y a volverse un idiota en la escuela. Torpe, solitario, rabioso. Y quiero decirle: ‘No pasa nada, chaval, lo hemos hecho bien”.
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