Os dejo mi crónica, que más bien ha quedado como una enciclopedia de larga. Aviso, soy una drama queen y una intensa de la vida. Pero quería dejarlo lo más parecido a cómo lo viví, así va escrito. Gallifante para quién la lea entera
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Ingresé el miércoles 20 de junio.
Amanecí contenta porque mis padres habían llegado el día anterior y el saber que estarían ahí en el momento de dar a luz me tranquilizaba. Ese día me tocaba monitores e iba a ir acompañada de mi madre. Durante las últimas semanas, imagino que como cualquier embarazada, no había dejado de preguntarme cuando decidiría venir al mundo mi hijo, qué estaría haciendo yo, con quién, si rompería antes la bolsa… lo curioso de ese día fue que al ducharme y lavarme la barrigola aún con mi hijo dentro pensé “mira, esta puede ser tu última ducha de embarazada”. Deseché la idea, porque total no tenía apenas contracciones ni había expulsado el tapón. Al vestirme, me puse la única blusa que me valía ya. “Es de arreglar, pero bueno, hace calor y bien me vale. Y si doy a luz… bonita ropa para ir y volver del hospital”. Ni se me pasó por la cabeza que mis pensamientos iban en dirección al centro de la diana.
En el hospital, nos hicieron pasar al monitor, como siempre. El latido del pequeño, el séptimo de caballería. Siempre me venían a la cabeza las bandas sonoras de las antiguas películas del oeste al escucharlo. Pero ese día, nos esperaba algo distinto. Después de una contracción, el latido bajó. Ni mi madre ni yo dijimos nada, pero intercambiamos miradas que lo decían todo. Cuando entró la matrona, se lo dije “ha tenido un bajón”. Ella, profesional, no cambió el semblante risueño, dijo que el niño estaba bien, pero se fue en seguida a consultarlo con el ginecólogo. Al volver, me dijo que me tenían que ingresar, que el ginecólogo me lo explicaría todo, pero que me vistiera porque ingresaba de inmediato.
Mi hijo parecía estar bien, pero ese bajón al tener una contracción tenía que controlarse, porque aún no estaba de parto y era importante mantener su bienestar. Me hicieron una ecografía. El líquido amniótico parecía estar bien y el niño, también. No podían ver qué era lo que causaba esa bajada de latido. El ginecólogo comentó que quizá estuviera con una vuelta de cordón, pero dijo que había muchos partos con vuelta de cordón y resultaban exitosos. Si a lo largo del día y de la noche se repetían esos bajones, tendrían que inducir o decidir qué hacer para cuidar la vida de mi pequeño.
No sé si fue por la presencia de mi madre, o porque a veces sacamos el aplomo cuando no creíamos que podríamos tenerlo, pero me mantuve en calma a pesar de lo inminente y delicado que se había vuelto todo de golpe. Confié en que ingresada estaría bajo control y mucho mejor en el hospital y conscientes de la anomalía que en casa y sin saberlo.
Pasé la tarde con monitores, en familia y caminando lo que podía por si de casualidad el parto se iniciaba solo. Las contracciones aumentaban poco a poco, pero no lo suficiente como para iniciar el parto. El latido de mi niño parecía estar bien, más o menos regular y sin incidencias relevantes.
Me dejaron sola a las 21 por fin de horario de visitas. No quise que mi chico se quedara conmigo aún, porque con todo incierto prefería que descansara bien para cuando fuera necesario. Cuando les vi desaparecer a todos tras la puerta del ascensor, pensé “Me he quedado sola, estoy sola” y acto seguido “No estás sola, estúpida. Tienes a B contigo”
Sobre las 11 me enchufaron otro monitor. Dejaron el aparato sin sonido, pero a través de la tenue luz que entraba por la puerta entreabierta podía ver el papel en el que se marcaba el registro. El latido del niño se resentía, y ya me dejaron sin comer el bocadillo de después de cenar por si acaso tocaba hacer alguna medida de urgencia. El miedo por mi hijo aumentó. Me vino a la cabeza la canción de Sergio Dalma con la escolanía de Montserrat “me das fuerzas”, y le dije a mi hijo “soy egoísta por pedirte fuerzas cuando tu latido es el que se resiente. Mamá te dará fuerzas a ti, cariño. Vamos, somos un equipo, nosotros podemos. Mamá está aquí para ti.”
Las siguientes horas hasta las tres de la mañana se hicieron largas. La noche era inusualmente calurosa y a ratos se me hacía difícil respirar. No hice más que animar a mi hijo y decirle que nosotros podíamos hacerlo, que todo iría bien.
A eso de las tres, pasó la ginecóloga de noche a ver el resultado del último monitor y me mandó a la sala de revisiones para verme y hacerme un tacto. Había empezado a dilatar. El corazón de mi hijo seguía resintiéndose y aunque se recuperaba bien, no querían correr el riesgo de que fuera a peor. Así que iban a inducirme el parto. Recuerdo oírlo todo como en una nube, como si estuviera soñando y se lo dijeran a otra en vez de a mí. Como pasaría tantas veces en las próximas horas.
Le pregunté a la ginecóloga por las probabilidades de ponerme de parto sola, ya que había empezado a dilatar y las contracciones eran más frecuentes. Lo único exacto que recuerdo de sus palabras es: “No nos vamos a arriesgar a no ver al niño, ¿no te parece?”
Me inducirían con oxitocina y romperían la bolsa. Es lo que decía entre otras cosas el papel de consentimiento que me dieron a firmar. Me temblaba el pulso y se me hizo un nudo en la garganta. La enfermera me indicó dónde tenía que firmar, pensando que no veía la casilla. No era eso. Era que no quería que las cosas fueran así, pero en ese momento no importaba lo que yo quisiera. Firmé por la salud de mi hijo.
De vuelta a la habitación, la enfermera de planta, muy maja, me dijo que ya nada de monitores, que me dejaba descansar. Me tranquilizó un poco pensar que, si podían esperar horas para la inducción, quizá no fuera tan urgente. Mi hijo no podía estar tan mal. Aun así, no pude descansar apenas nada. Seguí el resto de la noche dando ánimos a mi pequeño a cada contracción.
Aproveché el fresco del alba para asomarme a la ventana. El cielo lucía despejado, con alguna nube solitaria. “21 de junio… parece un buen día para nacer, ¿verdad B?” Ni siquiera recordaba que ese mismo día hacía un año había muerto mi tío. Lo recordé días después.
La enfermera de planta insistió para que me trajeran desayuno, pues llevaba al menos doce horas sin llevarme nada al estómago y estaba hambrienta. Y a pesar de eso nunca disfruté tan poco de pan con mermelada de melocotón y colacao.
Después de desayunar acepté el enema que me ofrecieron, por si acaso, y me bajaron a la planta de partos para empezar con la inducción. Mi chico no tardó en llegar, y estuvimos bromeando y hablando de banalidades mientras esperábamos a que las contracciones fueran más frecuentes. Él no quería entrar al paritorio y yo no quería que entrara si eso suponía que se me iba a quedar tieso a la primera gota de sangre que viera. Pero mientras tanto, su compañía me era imprescindible. Sus ojos sonrientes y su alegría y aparente despreocupación eran de gran ayuda para mantener mis miedos a raya y mantenerme serena.
El personal de planta, al igual que el de la noche anterior, fue muy agradable y atento. Me informaban de todo lo que hacían y no me dejaban sola demasiado rato. Dilatada de 3 cm, me informaron que procederían a romper la bolsa. Me dieron a escoger entre ponerme la epidural antes o después de la rotura de bolsa, y la pedí antes.
Me llevaron a una sala a parte para ponérmela. La idea de un pinchazo en la espalda siempre me había dado muchísima grima, y siempre pensé que el día en que me pusieran la epidural daría un respingo involuntario por la impresión. Pero como me pasa tantas veces, sufro más por lo que me imagino que puede pasar que por lo que ocurre en realidad.
Y a veces, la situación me sorprende con imprevistos. De vuelta a la sala de dilatación, las enfermeras vinieron a romperme la bolsa, y una de ellas me dijo que moviera las piernas. Nada. Me insistió con impaciencia, pensando que yo no la había oído. La había oído perfectamente, pero por mucho que quisiera no podía mover nada más abajo de mi cintura. Llamó a otra enfermera, que hizo lo mismo, insistirme para que moviera las piernas. Ya podían gritarlo en arameo, que ni de coña. Algo había ido mal con la inyección. Me movieron entre varias con la ayuda de mi chico y aprovecharon para romperme la bolsa. Empecé a marearme por la impresión de no notar nada en la zona baja del cuerpo, me dio una bajada de tensión. Lo peor: también se la dio a mi hijo y el monitor registró una bajada notable del latido, la más fuerte hasta entonces. Se me heló la sangre y me quedé sin aire mientras el monitor registraba la bajada. Me olvidé del malestar y de las ganas de devolver. No, por favor, no.
Llegaron más enfermeras y la ginecóloga, y empezaron a hablar entre ellas, yo medio grogui con mi chico a un lado y con la vista y el corazón fijos en el monitor para ver el latido de mi hijo, que parecía recuperarse bien otra vez.
Me dijeron que no sabían qué había ocurrido, pero que algo había pasado al ponerme la epidural, que había acabado siendo intradural en vez de epidural. La bajada de tensión era normal, y era normal que al bajarme a mí le hubiera bajado al niño, pero que el pequeño volvía a estar bien. Que me quedara tranquila, que si algo fuera mal ya estaría en quirófano y no en la sala de dilatación. Me retiraron la oxitocina hasta que se pasaran los efectos de la inyección mal puesta. La culpa y el miedo por mi hijo empezaron a devorarme viva. Si fuera más fuerte, si aguantara el dolor, quizá esto no habría ocurrido. Gracias a mi chico y a su humor absurdo pude relativizar la situación y tranquilizarme.
Recuperando el ánimo y las fuerzas por momentos, calmada por el son del séptimo de caballería que volvía a ser el corazón de mi hijo, aprovechando del descanso de dolor que me daba esa intradural, se me ocurrió mirar el reloj y ya pasaban de las 6 de la tarde. Le dije a mi chico que fuera a comer algo y a hablar con mis padres, que hacía horas que esperaban fuera.
Sola en la sala, los efectos de la anestesia fueron remitiendo. Volvieron a enchufarme oxitocina y las contracciones hicieron acto de presencia, cada vez con más fuerza. Y aún seguía dilatada de 3 cm. A más dolor, empecé a pensar que, si con tan poca dilatación ya me dolía tanto, cómo sería con dilatación completa. Si sería posible empujar para dar a luz a mi hijo con tanto dolor. Avergonzándome de mi misma, no me vi capaz, y pregunté si sería viable otra epidural después del fiasco de la primera. Me dijeron que eso tenía que valorarlo el anestesista, pero que no tenía por qué suponer ningún daño para mi hijo. Si el anestesista daba el visto bueno, me la pondrían. Si no, tendría que aguantarme como pudiera y parir au naturel. Intenté aguantar. Pero con 4 cm me rendí y pedí la valoración del anestesista, que fue positiva, y me volvieron a pinchar.
Al volver a la sala de dilatación después de la segunda epidural, le comenté medio en broma medio en serio a la enfermera “ahora que me han puesto la segunda epidural, que te juegas a que va a ser cesárea” me dijo “no mujer, malo será”. Y fue.
El latido de mi hijo volvió a resentirse notablemente. El pánico y la culpa me devoraron viva y maldije mil veces el momento en que pedí la segunda epidural. De nada sirvió el apoyo de mi chico ni lo que dijeran las enfermeras. Llegó la ginecóloga, y al verme dilatada de sólo 4 cm, aún y con la epidural exitosa, me dijo que me mandaba a cesárea inmediatamente. Había dilatado demasiado poco en mucho tiempo y mi hijo cada vez se resentía más.
Se me saltaron las lágrimas. Miedo. Culpa. Deseos rotos. Más miedo. Emoción y alivio por ver el final tan cerca, mi hijo dejaría de sufrir, yo dejaría de sufrir. Por fin, aunque no fuera cómo me habría gustado, podría ver a mi hijo. Esperanza de que todo saliera bien. Y mucho más miedo.
Me prepararon para la cesárea y me rasuraron. Recuerdo que una enfermera le comentó a otra que me rasurara bien, porque el cirujano era muy tiquismiquis con los pelos en la zona púbica. La otra hizo una mueca de disgusto. Pensé que bien podría centrarse en hacer su trabajo y menos en si tengo pelos ahí abajo.
Con mi personalidad de drama queen activada a la máxima potencia, le dije y le repetí a mi chico lo mucho que le quería. Tenía el cerebro tan saturado de todo que no me salían más palabras de la boca. Cuando la camilla en la que me llevaban al quirófano pasó por delante de la sala de espera, vi a mis padres. Mi padre levantó la vista y me vio, y en esos pocos segundos en que se cruzaron nuestras miradas, me sentí como una niña pequeña indefensa y asustada. Soy creyente, aunque poco o casi nada practicante. Pero entonces empecé a recitar en mi mente la única oración que conozco. Estaba tan nerviosa y aterrada que repetí mil veces las primeras frases porque ni siquiera me acordaba de cómo continuar.
Ya en la sala de partos, me presentaron al médico que iba a hacerme la cesárea y a su equipo, y me contaron cómo iba a ir el asunto. No recuerdo apenas nada porque en ese momento no estaba mi cerebro para retener nada de lo que me dijeran. Me limité a asentir y a obedecer. Me dijeron que si me mareaba o tenía ganas de devolver que avisara, porque dolor no iba a sentir, pero sí notaría que me andaban toqueteando y eso era bastante desagradable. Me avisarían cuando le vieran el pelo a mi niño. El ataque de nervios que siempre creí que me daría al poner los brazos en cruz y no poder moverlos nunca llegó. En ese momento hasta me pareció una nimiedad comparado con lo que estaba a punto de ocurrir. Seguí recitando la oración en bucle, y de repente y muchísimo antes de lo que creía, me interrumpieron: “mira, B ya asoma la cabecita” seguido de un lloro de bebé. Eran las 20:08 del 21 de junio.
Mi pánico desapareció de cuajo, sin dejar ni rastro, llevándose el bucle de esa oración recitada a medias.
Durante todo el embarazo, una parte de mí no acababa de creerse que llevaba un niño en el vientre. Siempre quise ser madre, siempre pensé que crear una vida era algo tan mágico y maravilloso que nunca creí que podría ocurrirme a mí. Sí, sé que miles de mujeres paren a diario. Pero siempre me pregunté si sería capaz de hacerlo, y de hacerlo bien. Después de pasar un 2017 durísimo, me costaba creer que algo bueno pudiera ocurrir.
Y ahí estaba yo escuchando el primer llanto de mi hijo, atónita, embobada y ansiosa por verle. ¿De verdad estaba mi hijo detrás de esa tela verde? ¿En serio? Lo vi pasar en manos de los médicos. Piel oscura, pelo oscuro, manitas y piernas moviéndose torponas. Me habría levantado y les habría seguido, de haber podido. Giré la cabeza tanto como pude y fijé la vista en la puerta por la que habían salido con mi hijo. ¿Está bien? Lo estaba. Todo había ido bien. No aparté la mirada de la puerta hasta que volvieron con el niño. Me lo acercaron a un palmo de mi cara, y dejó de llorar. Tenía la carita redonda, la boquita de piñón y dos grandes ojos oscuros que me miraban fijamente. Seguía sin poder creérmelo del todo. Mi hijo. Es mi hijo. ¿Puede verme? ¿Cómo he sido capaz de hacer algo tan hermoso? Está sano. Gracias. A Dios, a la vida, al destino, a lo que sea. Gracias.
Hasta cuatro horas después no vería de nuevo a mi hijo. Empezaba un posparto que ha tenido momentos duros y desagradables.